Huellas del Pasado: ¿Cómo sabemos lo que ocurrió hace miles de años?
¿Cómo sabemos que hace más de 3000 años, un campesino egipcio se quejó por la mala calidad de su cerveza? No es una leyenda ni una suposición: está registrado en un antiguo papiro que hoy se conserva en el Museo Británico. Pero… ¿cómo podemos confiar en que ese documento es real y no una invención moderna?
La respuesta está en las fuentes de la historia, los vestigios que nos permiten reconstruir el pasado. A diferencia de los científicos que pueden comprobar hipótesis en laboratorios, los historiadores deben armar un rompecabezas con fragmentos del pasado: textos, objetos, relatos, imágenes. Cada pieza cuenta algo, pero ninguna ofrece la historia completa por sí sola.
Estas piezas se llaman fuentes históricas. Son todo aquello que una sociedad produce, transforma o deja atrás, y que puede servir para comprender su forma de vida, sus creencias, su organización y sus conflictos. Desde una tablilla de arcilla en Mesopotamia hasta un tuit del siglo XXI, cualquier cosa que aporte información sobre una época o sociedad puede convertirse en una fuente.
Las fuentes históricas se clasifican de muchas maneras, pero una de las más importantes es según su naturaleza:
Fuentes materiales o arqueológicas, como herramientas, edificaciones o restos humanos.
Fuentes escritas, como cartas, leyes o crónicas.
Fuentes orales, como mitos transmitidos de generación en generación.
Fuentes iconográficas, como murales, mapas o fotografías.
Fuentes digitales o audiovisuales, como películas, grabaciones y publicaciones en redes sociales.
Otra clasificación clave es la que distingue entre fuentes primarias y fuentes secundarias. Las primarias son contemporáneas al hecho histórico: por ejemplo, una carta escrita durante la guerra. Las secundarias son producidas después, como los libros de historia que interpretan esas cartas.
Pero no basta con tener una fuente. El trabajo del historiador consiste en analizarla críticamente. Primero, con la crítica externa, se evalúa la autenticidad de la fuente: su origen, autor, fecha y material. Luego, con la crítica interna, se analiza su contenido: ¿qué dice?, ¿qué oculta?, ¿a quién favorece?, ¿tiene sesgos?
Por ejemplo, la famosa carta de Francisco Pizarro al rey Carlos V, donde describe la conquista del Perú, es una fuente primaria y auténtica. Pero también es parcial: exalta la visión del conquistador y omite la voz de los pueblos indígenas. Por eso, es necesario contrastar esa fuente con otras, como los relatos orales quechuas o aymaras, para tener una mirada más completa y justa del pasado.
Las fuentes no solo informan: también cargan significados políticos y simbólicos. Decidir qué conservar y qué destruir es un acto de poder. A lo largo de la historia, imperios y dictaduras han quemado archivos, destruido códices, silenciado voces. Hoy, muchas comunidades buscan recuperar esas voces perdidas a través de fuentes no convencionales: quipus, genealogías orales, restos materiales.
Y en pleno siglo XXI, las fuentes también viven una revolución. El acceso digital, los podcasts, los videos en YouTube y las redes sociales se han convertido en espacios donde el pasado dialoga con nuevas audiencias. Pero con esa abundancia de información, también crecen los riesgos de manipulación. Por eso, saber leer las fuentes con mirada crítica es más necesario que nunca.
Cada vez que alguien dice: “Eso no pasó”, el historiador vuelve a las huellas del pasado. Pregunta, compara, escucha… y responde.
Porque entender la historia no es solo memorizar fechas. Es aprender a escuchar los rastros que dejaron quienes vivieron antes que nosotros.
Y tú, ¿qué huella dejarás para el futuro?