Durante siglos, la historia que aprendimos en los libros fue escrita por los vencedores. Reyes, conquistadores, burócratas coloniales… ellos fueron quienes decidieron qué debía recordarse y qué podía olvidarse. Pero, ¿qué hay de las voces que no tenían tinta ni papel? ¿Qué pasó con las historias de aquellos que no dejaron archivos, pero sí dejaron huellas?
Ahí es donde entra la etnohistoria.
Esta disciplina fascinante es como un puente entre mundos: une la historia con la antropología, la lingüística y la arqueología para reconstruir el pasado desde otra perspectiva. No desde los palacios coloniales, sino desde los pueblos, las comunidades, las lenguas, los cantos y los mitos de los que fueron silenciados.
La etnohistoria no se conforma con los documentos oficiales. Busca en los relatos orales, en las lenguas originarias, en los tejidos, en los cerros sagrados, en las formas de sembrar y en los modos de resistir. Porque hay memoria en cada palabra, en cada piedra, en cada ceremonia. Y esa memoria es historia, aunque no esté escrita en un papel.
Gracias a la etnohistoria, hoy podemos preguntarnos: ¿Cómo pensaban los pueblos originarios? ¿Qué sentían? ¿Qué valoraban? ¿Cómo enfrentaron la conquista, la colonización, el olvido?
Este enfoque no solo enriquece nuestra comprensión del pasado. También nos invita a cuestionar el presente. En un mundo donde coexisten muchas culturas, muchas lenguas y muchas memorias, la etnohistoria es más necesaria que nunca. Porque contar la historia no es solo relatar hechos: es decidir qué voces merecen ser escuchadas.
Y todas las voces merecen ser escuchadas.