¿Y si la historia que te contaron es falsa?
Imagina por un momento que todo lo que aprendiste en la escuela, todo lo que viste en los libros de historia, incluso los nombres de los “héroes” y las “hazañas” que se repiten generación tras generación… fue cuidadosamente seleccionado. O peor aún, manipulado.
Suena a teoría conspirativa, pero no lo es. La historia ha sido una herramienta poderosa. No solo para recordar el pasado, sino también para moldear el presente y controlar el futuro.
Porque la historia no es solo lo que pasó. Es lo que decidimos contar. Y sobre todo, cómo decidimos contarlo.
La historia la escriben los vencedores
Esta frase se repite tanto que parece un cliché. Pero es tan cierta como inquietante. Cuando un imperio conquista a otro, impone no solo sus leyes, su lengua y su economía. También impone su memoria.
Los registros del enemigo se destruyen, se reescriben o simplemente se olvidan. Los monumentos se derriban. Las voces que discrepan se silencian. Y los relatos oficiales se convierten en la única verdad aceptada.
Eso ocurrió en la antigua Roma, donde los emperadores practicaban la damnatio memoriae: borrar el nombre y rostro de sus rivales de todas las inscripciones. Literalmente, los borraban de la historia.
¿Y sabes qué? Funcionaba. Porque si no hay fuentes, no hay recuerdos. Y si no hay recuerdos, no hay verdad.
La fuente no siempre dice la verdad
Los historiadores trabajan con fuentes: textos, objetos, imágenes, testimonios. Pero no todas las fuentes son neutrales. Una crónica puede exagerar, un documento oficial puede ocultar, una fotografía puede estar manipulada, y un testigo puede mentir… o simplemente olvidar.
Pensemos en un ejemplo: las crónicas de la conquista de América. Durante siglos, los europeos nos contaron que los indígenas eran bárbaros sin alma, que los españoles trajeron la civilización, y que la evangelización fue una bendición.
Pero cuando escuchamos a las voces indígenas —las pocas que sobrevivieron— descubrimos una historia muy distinta: masacres, destrucción de templos, quema de códices, esclavitud.
Entonces, ¿cuál historia es la verdadera? La respuesta no está en elegir una versión, sino en confrontar las fuentes. Analizar, comparar, cuestionar. No basta con aceptar lo que nos dicen los libros, por muy antiguos o “oficiales” que sean.
Mentiras convertidas en verdad
Un caso famoso es el de la batalla de Qadesh, entre egipcios e hititas en el siglo XIII a.C. Ramsés II mandó esculpir en decenas de templos su supuesta “gran victoria”. Sin embargo, documentos hititas revelan que fue un empate, e incluso un fracaso militar para Egipto. Pero como Ramsés controlaba los medios —en este caso, la piedra— su versión fue la que sobrevivió.
Y eso no ha cambiado mucho. En el siglo XX, dictaduras de izquierda y derecha alteraron fotografías, eliminaron rivales políticos de imágenes y reescribieron libros escolares.
En el Perú, durante décadas se ocultó el rol de las comunidades indígenas en la independencia. En su lugar, se ensalzó a un puñado de militares criollos, mientras los campesinos quedaban fuera de la narrativa oficial.
La historia como herramienta de poder
Controlar la historia es controlar la identidad de un pueblo. Por eso es tan común ver gobiernos que invierten millones en museos, monumentos y celebraciones patrias. No lo hacen por amor al pasado, sino para legitimar el presente.
Pero también hay quienes luchan por recuperar las historias que fueron borradas. Historias de mujeres, de pueblos originarios, de afrodescendientes, de trabajadores y marginados. Voces que durante siglos fueron silenciadas y que hoy, gracias a nuevas investigaciones y tecnologías, vuelven a ser escuchadas.
Cada vez más historiadores y divulgadores cuestionan las fuentes, contrastan versiones, y nos invitan a pensar críticamente. A no quedarnos con la versión oficial. A no repetir sin pensar.
¿Estamos condenados a la manipulación?
No. Pero tampoco estamos libres de ella.
Vivimos en un tiempo donde la información abunda, pero también lo hacen la desinformación y la posverdad. Hoy, más que nunca, debemos ser conscientes de que toda fuente tiene un contexto, un autor, un propósito.
Por eso, el estudio de la historia no debe ser un ejercicio de memorización, sino de interpretación. Aprender historia no es llenar la cabeza de fechas, sino aprender a pensar con el pasado. Saber cómo se construye una verdad. Cómo se puede manipular. Y cómo resistir esa manipulación.
La historia no siempre fue como nos la contaron…
Y quizás eso es lo más fascinante. Porque si entendemos que la historia no es una verdad absoluta, sino un campo en disputa, entonces también podemos participar en su construcción.
Podemos preguntar, investigar, contrastar. Podemos contar otras versiones. Podemos dar voz a quienes no la tuvieron.
Así que la próxima vez que alguien diga “la historia dice que…”, pregúntale:
¿quién la escribió? ¿cuándo? ¿con qué intención?
Porque solo así podremos entender el pasado.
Y solo entendiendo el pasado, podremos construir un futuro más justo.